20/1/15

QUILMES EN UN LIBRO DE LECTURAS DE 1930
por Chalo Agnelli

Desde la infancia sentí un placer casi sensual en recorrer librerías de viejo, hurgar entre libros hasta perder la noción del tiempo.

Hace varios años atrás, en un subsuelo de la Avenida de Mayo en la Capital Federal, encontré un libro de lecturas para la escuela primaria y curioso lo hojeé interesado en la didáctica de los libros de lectura -varios de ellos, de la colección de la Goyena fueron publicados en este blog-, de persistente presencia en la educación argentina, desde el “Silabario Argentino” del Dr. José Antonio Wilde y “El Tempe Argentino” de Marcos Sastre, hasta los escritos por Juana Manuela Gorriti y Juana Manso.

El titulo, “Nuestra Arcadia”, con un agregado que no podría llamar subtítulo, que dice: “Texto de lecturas artística para alumnos de 6º grado”, el autor fue José P. Barros, de quien en la portada agrega “Inspector técnico de escuelas particulares de la Capital”.

El uso de la Arcadia, intenta un paralelo entre nuestro país y la provincia griega de ese nombre, la prefectura más grande de la península del Peloponeso, su capital es Trípoli. Pero también nombre de un país imaginario donde reina la dicha eterna, la sencillez y la paz en un ambiente idílico habitado por una población pastoril que vive en comunión con la naturaleza. José P. Barros deposita ese ideario en la República Argentina.

Las lecturas refieren a nuestros paisajes y nuestra geografía, al hombre y la mujer argentinos, nuestra cultura, folklore y tradiciones, relatos breves, descripciones de plantas y animales, etc., y entre esa fronda de 74 textos más un glosario de regionalismos y palabras autóctona, el número 73 se titula “Quilmes”.

Sugestivamente es la única lectura referida a una localidad de la provincia de Buenos Aires que contiene el libro y la última “La Gran Urbe”, es una descripción veloz y laudatoria de la ciudad de Buenos Aires.

El Sr. Barros, catamarqueño, si no vivió en Quilmes debió pasar algunas temporadas en estas costas; quizá visitando a su coprovinciano el profesor José Sosa del Valle, o en alguna quinta de fin de semana o en el Balneario de los Fiorito que en esos años estaba en su apogeo. Y “la ciudad bonaerense de los molinos”, le debe haber despertado entusiasmo por su sereno transcurrir o por un amor temprano o tardío.

El estilo, como el título, carga con elementos de la retórica modernista que a un lector del tercer milenio le resulta denso o ampuloso, defectos que no tiene para nada, a mi modesto entender literario y lingüístico. Incluye circunstancias históricas sobre los quilmes, su epopeya y su derrota.

Pero como la divulgación de la cultura y la historia de esta localidad y “sus dos hijas vecinas” es un camino que vengo andando desde hace algunos años, vale pararse en este recodo y transcribir este texto que posee algunos errores de tiempo y origen de la localidad y su pueblo fundador.

El libro se publicó en 1930, por F. Crespillo, Editor, que por la lista de libros que figuran en la contratapa se dedicaba a editar libros escolares. Ese año en que el 23 de abril, se estableció el Día Internacional del Libro, fecha escogida por la Conferencia General de la UNESCO.

Hoy el libro está en la Goyena para consulta de quienes gusten de hurgar en viejos textos. Y se sumará al Museo Bibliográfico que la Biblioteca inaugurará este año. Chalo Agnelli 


QUILMES
La ciudad bonaerense de los molinos. [1]

La Estrasburgo argentina, por su vieja fábrica de rubia y espumosa cerveza.
¡Cuántas veces hemos evocado el génesis de este pueblo mirando el hormigueo de sus habitantes en el moderno ajetreo de su vida ciudadana.
¡Y cuan pocas serán las personas que, con la inquietud espiritual que a nosotros nos hunde en históricas y lejanas revivencias, hayan pensado alguna vez en la posibilidad de que en su sangre pudiese haber vestigios de la raza secular de los Quilmes, cuyo nombre y cuyo bravo prestigio, como esas corrientes que desaparecen en el desierto para surgir de nuevo en luengas tierras, parecen haberse hundido en la montaña tras del cataclismo de la heroica estirpe, emergien­do con nuevos bríos en las serenas márgenes del Plata.
¡Qué extraordinaria transfusión han verificado los siglos!
¿Como ha podido fecundar la torva planta de las cum­bres en la mansa llanura que acarician las brisas húmedas del Atlántico? ...
La raza que se aferra al solar donde ha nacido, como el chaguar a la peña, como la flor del aire al cardón, como la parásita liana al elevado y elegante visco... la heroica raza de la leyenda de Marte, cuya resistencia, de siglo y medio pone una nota fantástica en la historia de las conquistas de la humanidad... la raza hermana de los huracanes y los cóndores, transfundiéndose en la virgen pradera de la llanu­ra bonaerense y ahogándose en el turbión de nueva sangre y costumbres diferentes, explica el misterio de la aclimata­ción materna en cualquier sitio donde nazcan sus hijos.
Quilmes fue fundado en 1670. (sic)[2]
Para darle vida a este pueblo, fue necesario matar la raza que puso en jaque al poderío español.
Conviene, siquiera sea para mentar su origen, recordar a grandes rasgos la sombría tragedia.
Fueron los indios Quilmes originarios de Chile,[3] probablemente de las regiones de Copiapó y La Serena, que se encuentran en línea con los famosos valles calchaquíes. Antes que humillarse subyugándose a los ejércitos invasores de los incas, emigraron en masa al valle de Yocahuill, hoy de San­ta María, en la provincia de Catamarca.
Recibidos por los yocahuiles y hualfines con las armas en las manos, fueron luego aceptados, asignándoseles como definitiva morada las fragosas montañas de aquel legenda­rio valle.
Los conquistadores españoles, al penetrar en Calchaquí, les encontraron fusionados ya con las razas nativas. Toda la epopeya les mantuvo en armas.
Desde Diego de Almagro a Núñez del Prado, de Zurita a Castañeda, de Gerónimo Luís de Cabrera a Don Alonso de Mercado y Villacorta, es decir, desde 1535 a 1669, año en que, traicionada la raza por los tolombones que se unieron a los castellanos, termina con la deportación de los valerosos quilmes, la gloriosa epopeya de la conquista del Tucumán.
Como ya se ha dicho, la historia de la humanidad no registra otro caso de valor semejante. Ni las glorias de Cartago, ni la conquista de las Galias, ni la expedición de Cortés ni la famosísima y estupenda travesía de Álvar Núñez, pue­den resistir un parangón con esta grandiosa brega de la con­quista de Calchaquí, tanto por el tesón y la temeraria auda­cia de los castellanos como por lo heroico y sangriento de la defensa nativa, que cobra con los quilmes el aspecto fantásti­co de una guerra de mitos.
"Pasma el valor de los castellanos - dice el cronista - subiendo a las cumbres más escarpadas, donde se había pa­rapetado el león como en su postrer baluarte. Miles de ata­ques les fueron llevados y miles de veces retrocedieron los atacantes o quedaron destrozados por los incendios del pasto de las cumbres, el derrumbe de pircas y peñascones colosales, elementos a los que se sumaba el frío y el hambre".
Mercado y Villacorta decidió abandonar por un tiempo esas regiones, avergonzado por la impotencia de sus ataques contra el salvaje, aferrado a sus rocas como el filón a la peña.
Poco duró esta tregua, porque vuelto Mercado y Villacorta al Tucumán, obsesionado por la idea de vengar sus derrotas y terminar para siempre con los quilmes, que ya habían minado demasiado su prestigio, aquellos se encontra­ron de nuevo con las hogueras encendidas.
Cruenta y larga fue la lucha y cuando todo Calchaquí fue domado y atado el brazo del último guerrero indio, el gobernador desparramó a todos los vientos los restos de aquella terrible raza.
Doscientas familias fueron entregadas al Maestre de Campo Don Gerónimo Funes para que los trajese a Buenos Aires en tiempos de la Real Audiencia presidida por Salazar.
Con las familias de quilmes vinieron mil seiscientos indios calianes. (acalianos)
Desde entonces, Calchaquí quedó convertido en una in­mensa necrópolis, pero en Quilmes, a orillas del Plata, se levantó como una flor de holocausto la nueva raza heredera de sus glorias.


EDICIÓN Y AUTOR
El autor, educador, era descendiente de José Antonio Barros, funcionario catamarqueño, secretario del cabildo en 1816, quien firmó en 1821, el acta de la autonomía de Catamarca separada desde entonces de la provincia de Tucumán. José P. Barros es autor, además, de “Siembra platónica - Admoniciones reservadas. Sátira, amor, filosofía, crítica”; publicado en 1939.

Compilación e investigación Chalo Agnelli

Comisión Administradora de la Bibl. Popular P. Goyena



REFERENCIAS

[1] Hasta las dos primeras décadas del siglo XX a Quilmes se la 
apodaba "el pueblo de los molinos", por la cantidad de molinos 
de  viento para extraer agua de fuentes subterráneas y 
luego bombearla.
[2] La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes se creó entre 
los meses de julio y noviembre del año 1666.
[3] Una de las teorías que en los últimos años se está

3/1/15

Patrimonio arquitectónico educativo quilmeño

Un tesoro de los ingleses
Por Sergio Kiernan

Suplemento m2, Página 12, SÁBADO, 3 DE ENERO DE 2015

El Colegio St. George de Quilmes guarda en su campus una hermosa capilla centenaria, un pabellón escolar digno de cualquier condado y una idea de conjunto que es una alegría encontrar preservada.

El edificio de Sydney Follett inaugurado en 1929 como dormitorios del internado.

(Imagen: Bernardino Avila)
Si un país como el nuestro es un palimpsesto, una hoja escrita y vuelta escribir hasta que el texto final es una superposición de palabras, gestos e ideas, el lector atento lo podrá entender si mira los detalles. Como un país es más que una hoja o un texto, también son los edificios y los lugares construidos los que funcionan como palabras. La suerte argentina es tener tantas de estas buenas palabras en lenguas de polacos, de gallegos e italianos, de alemanes y judíos, de franceses. Y también de los que participaron de lo que Andrew Graham-Yooll llamó “la colonia olvidada”.

En este siglo XXI, parece un sueño que en Argentina hubiera una colonia británica que fue enorme, influyente y cotidiana. Además del ferrocarril, los servicios públicos, la carne y los seguros, y la tan condenada influencia política, estos ingleses, escoceses, galeses e irlandeses vivieron entre nosotros. Por eso nuestro mapa está marcado de nombres –Claypole como Wilde, Hudson y Trevellyn, por no hablar del célebre por mal pronunciado James Craig– y por eso jugamos a tantos deportes que son, ellos también, ingleses.

Y por eso es costumbre aquí que una estación de trenes tenga el techo a dos aguas agudas, el muro de ladrillo, la galería de maderas tramadas y un aire eduardiano o victoriano. Y también que una terminal comparta, como las de Retiro, la variante clasicista a la inglesa, claramente reconocible para un argentino en cualquier parte del viejo imperio, de Johannesburgo a Sydney, de Alberta a Bombay.

Menos conocidos son ciertos artefactos arquitectónicos que se construyeron en los suburbios o en el campo, y que servían a comunidades discretas. Estos edificios no eran en rigor públicos sino pensados para sostener una identidad o formarla, y por eso eligieron un lenguaje profundamente vernacular, de lo más inglés posible. En Quilmes, en un sector que fue campo abierto y hasta hace poco era suburbio hacia la costa, se alza perfectamente conservado uno de esos conjuntos, el que forma el Colegio Saint George. Son unas cuantas hectáreas ahora rodeadas de casas, más verde, canchas y árboles que otra cosa, con una notable colección de edificios que van cubriendo el siglo XX y sus estilos. Y con un conjunto de edificios realmente únicos en Argentina.

El St. George arranca en 1898 por una necesidad muy simple de tanto estanciero, chacarero, ferroviario y comerciante inglés desparramado por el enorme país de los argentinos, el que hablaba castellano y era católico. La idea era tener una escuela que formara ingleses en su cultura y en su religión, un internado que evitara la angustia de mandar a los chicos a Gran Bretaña para verlos años después, como ocurría en la India imperial. El canon Stevenson, que ya dirigía la iglesia anglicana de Quilmes, arrancó con la idea en una quinta de ingleses.

Con lo que en 1898 empieza lo que llaman allá una escuela “pública” que, perversamente, es en realidad privada. La explicación es simple, porque esas escuelas en el Renacimiento eran públicas en el sentido de no ser canónicas, no estar afiliadas a una parroquia y enseñar algo más que teología. En el St. George de hoy se preservan algunos de los muy modestos y encantadores edificios de este comienzo, unas casitas que servían de servicios a la quinta original –perdida en un incendio– o se construyeron para alojar a los primeros alumnos.

Estas casitas son un ejemplo de integración de vernaculares muy típica. Así como existe un estilo español colonial y un francés de las Antillas, existe un estilo inglés “tropical”, el que toma materiales locales, piensa en el clima reinante y da lugar a inventos como la casa de campo australiana, con sus galerías panzonas, y a un neotudor de ventanas grandes, que te salven de la asfixia. Las casas más viejas que adornan el St. George son claramente inglesas y criollas, y uno se queda pensando si la mixtura salió así por la mezcla de diseñadores y constructores, o fue pensada de antemano. Como sea, son un encanto.

Ahí nomás está el lugar más querido del colegio, la capilla inaugurada en abril de 1914, originalmente anglicana y hoy simplemente cristiana. Los primeros alumnos del colegio iban a misa en Quilmes, donde el director Stevenson era también pastor. Para 1906, los servicios se improvisaban en el colegio mismo, pero la idea de tener capilla propia iba creciendo y en 1913 Stevenson logró poner la piedra fundamental de la capilla. Todavía se comenta lo que costó juntar los fondos en un país donde no existía –¿no existe?– la tradición de donar para este tipo de cosas. La cosa es que en abril de 1914 se consagraba el lugar.

Lo que construyó Stevenson es una pequeña iglesia con espacio para 180 personas, en planta de cruz latina y en un estilo gótico muy inglés, muy tradicional y muy tranquilo. El edificio tiene un garbo muy superior a su tamaño real gracias al maduro truco de perspectivas que crean los techos atiplados. La fachada se proyecta en un ángulo pronunciado y logra una altura suficiente para sostener tres ventanales altos y góticos. La nave central se alza también altísima por seguir el ángulo cerrado de la cumbrera, con lo que uno se encuentra con metros y metros de buena madera allá arriba y, en el exterior, un rotundo techo de tejas viejas, maceradas por el tiempo.

El frente tiene una entrada proyectada, un pórtico para salirse de la lluvia muy apto para el clima británico y sostenido ya por la necesidad de la tradición arquitectónica. Pero lo que le da real gracia a la capilla, lo que la salva de parecer una casa bien hecha adaptada a un nuevo uso, es la torre del reloj donada posteriormente por los hermanos Agar. La torre tiene una rara ochava rotada, que le da movimiento al conjunto y crea una rotunda asimetría en el frente. Además, no hay manera de no encantarse con el remate con almenas, allá arriba del reloj. Que, dicho sea de paso, funciona perfectamente.

Las naves laterales que forman la cruz salen con solvencia del cuerpo principal por otro recurso afiladísimo del vernacular inglés. De muros de idéntica altura al cuerpo principal, los laterales tienen la cumbrera un buen par de metros por debajo, con lo que ni compiten ni crean problemas estructurales de fondo. Es un caso más de la capacidad infinita de aceptar con elegancia agregados y más agregado que tiene este estilo que “ensombrera” cualquier edificio con tejados tan jugados.

El interior de la capilla fue reuniendo tesoros muy queridos por alumnos y ex alumnos, por sus significados. Hay seis vitrales recorriendo la vida de Cristo, hay cuatro ángeles de piedras de buena factura, hay seis santos y profetas de la misma mano, y hay un órgano de Plymouth que es una belleza. En dos muros hay otro artefacto imperial, éste de memoria terrible: las placas que recuerdan a los casi 500 alumnos y ex alumnos que cayeron en las dos guerras mundiales luchando por el viejo país.

Materialmente, la capilla es llamativa porque, al contrario que tantos edificios británicos, sus materiales son locales. Ciertas infraestructuras ferroviarias, como los puentes de Palermo o de Barracas, nos acostumbraron a ver la arquitectura inglesa delineada en ladrillos de un tono y una nitidez de líneas nunca repetida. Esos ladrillos eran importados, traídos absurdamente desde Gran Bretaña en verdaderas flotas. No es el caso de la capilla de San Jorge, construida con ladrillos locales –probablemente, por cercanía, los que producía Ctibor [1] para La Plata– y con las líneas más irregulares y el color más claro de nuestra arcilla. La madera, de muebles y de estructura, es local o paraguaya.

Si se vuelve a la entrada principal del colegio desde la capilla, se pasa por una serie de viviendas y antiguos dormitorios de impecables líneas eduardianas. Sencillos, de ventanas de guillotina, dos pisos, pechos a 60 grados, chimeneas marcando el ritmo y falsos half timbers, estos edificios tienen cada uno un encantador porche de entrada, sostenidos por columnas medievalizadas y con buenas maderas. Son más vivienda que otra cosa, pero es un raro eco de Lutyens entre nosotros.

Pero el premio está en el edificio junto a la entrada, el mayor y más impactante, y el único con firma de arquitecto famoso. El hall de la escuela primaria fue construido y diseñado en 1929 por Sydney G. Follett, un inglés buen mozo y simpático que fue uno de los tres arquitectos de la estación Mitre de Retiro, se fue quedando construyendo bellezas por aquí y por allá, y se dio el gusto de crear este pabellón como si todavía estuviera en las Midlands.

El hall fue originalmente un dormitorio, es hoy un conjunto de aulas y, paradójicamente, está en obra para volver a ser dormitorio, ya que cada vez más familias piden internados. Largo y sombrerudo, con techumbres de gran superficie, el conjunto gana ritmo por los extremos más anchos que el centro, formando plantas cuadradas, y por los detalles de chimeneas dobles, un dormer protuberante y un jardín de invierno de pequeño tamaño. La entrada es señalada por un quiebre en el agua principal que forma un tímpano donde se protege una placa con el año de inauguración, por un portal con columnas que sostienen un balcón oval y por una coqueta torre de reloj que remata un poquito a la Hawksmore y sostiene una veleta. Los muros son revocados a la gruesa, muy rusticados, y el ladrillo asoma sólo encima de las ventanas y en una línea continua marcando las plantas todo a lo largo del frente.

En los interiores se puede ver la idea de orden escolar de la época, poco superada hasta ahora. Las aulas se abren a un amplio pasillo central, lo que permite que todas tengan luz y miran a algún sector del parque. En cada extremo hay una escalera y en el centro, frente a la entrada, hay una mayor. El hall preserva una alegre cantidad de elementos originales, de los pavimentos a las rejas de herrería, de las maderas a los matafuegos de bronce, hoy puestos como adorno. En el St. George prometen que la intervención será mínima y respetuosa de la tradición y la fábrica del lugar.

El resto del campus depara sorpresas como una casa –este tipo de colegios abunda en residencias para sus profesores– neogeorgiana de líneas depuradas, muy modernas, y edificios de enladrillado a la americana pensados en ese modernismo clasicista de los años cincuenta. Es un estilo raro por aquí, con un ejemplo notable en el Instituto Evangélico Americano de Simbrón al 3000, en Villa del Parque. El contraste entre los edificios originales y los realizados en el modernismo actual es vívido, por decirlo cortésmente.

Pero nada puede llegarle al poder de encontrarse con los conjuntos del St. George, bien conservados y en su entorno original, con los prados y las arboledas que los contienen, los esconden y los demarcan. Es un raro placer que hasta trasciende ver la gema de capilla que le dedicaron al santo patrón de Inglaterra.


Foto cortesía de la Universidad de San Jorge Archivos.
NOTA

[1] El Sr. Francisco Ctibor compró la propiedad de Mitre 364 para instalarse con su familia cuando adquirió la fábrica de ladrillos en La Plata. Esa casona pocos años después fue alquilada al ministerio de Educación de la Nación para que funcionara en ella la Escuela Normal de Quilmes (1915) hasta que en 1957 fue expropiada con ese fin. Ya por ese entonces la ocupaban también el Colegio Nacional (turno tarde) y la Escuela Técnica (turno noche).
La fábrica de ladrillos Ctibor proveyó los materiales para la construcción de Puerto Madero, además de gran parte de la ciudad de la Plata -especialmente los edificios públicos- y otros muchos en diversas localidades.
Véase nuestra nota del 5/7/2010.

Foto cortesía de la Universidad de San Jorge Archivos.
Para más información sobre la historia de la institución educativa, véanse:
http://www.stgeorges.edu.ar/quilmes/historia/
http://www.stgeorges.edu.ar/chapel/index.html