3/6/11

En España 
Trituradoras a todo ritmo 
Las normas que regulan la conservación y eliminación de expedientes administrativos 

JOSÉ RAMÓN CHAVES MAGISTRADO Decía el jurista alemán Von Kirchmann que un capricho del legislador tiraba a la basura bibliotecas jurídicas enteras. Ahora, en el contexto de recambio de gobernantes autonómicos y locales, podría decirse que un mal resultado electoral envía a la trituradora toneladas de expedientes administrativos. 

En efecto, en estos días no es difícil percatarse de que en algunos despachos de administraciones autonómicas y locales se cuchichean instrucciones para la eliminación de archivos, expedientes y documentos «delicados». En unos casos afectan a información privilegiada, en otros, a huellas de corruptelas, y en la mayor parte de los casos, documentos que reflejan el trasiego de comunicaciones con correligionarios del partido para propiciar determinadas orientaciones en las actuaciones administrativas. 

Ya comienza a ser ritual la queja, con mayor o menor énfasis, de los sucesivos ocupantes de la Moncloa del vacío de los ordenadores que les dejaba su predecesor, y la misma opinión han manifestado muchos presidentes autonómicos y alcaldes ante el cambio de tercio político. Y cual epidemia contagiosa, similar opinión o sospecha anida en la mente de los escalones directivos inferiores respecto de quienes sustituyen. 

Lo cierto es que, al margen del color del partido desplazado del poder, corren tiempos de zozobra. Muchos altos cargos no saben el destino que les espera. En el mejor de los casos, reincorporarse a una plaza de funcionario (y si han superado dos años continuados se llevarán un complemento vitalicio en el zurrón). Y en el peor, pasar a engrosar las listas de desempleados. En la tierra media, dispondrán de un abanico de posibilidades referidas a empresas o empleos sin la erótica del poder donde rumiar con añoranza esos tiempos dulces de mando en plaza pública. Pero lo que es común a los cesantes es su rechazo a verse sorprendidos en su barbecho o retiro político por la crítica o sospecha de sus sucesores (agitada mediática o judicialmente) generada al revisar o auditar los expedientes que impulsaron aquéllos. 

En suma, nos encontramos ante un curioso juego. Unos altos cargos (los sometidos a cese inminente) dando instrucciones o acometiendo personalmente fuera del horario laboral las tareas de destrucción masiva de documentación comprometida. Así, la trituradora de papel se recalienta y atasca. Los lápices de USB vuelcan información que es borrada del disco duro. Folios con programas y planes se van para no volver. Y otros altos cargos (los nuevos), quienes tan pronto se incorporen darán instrucciones o personalmente intentarán desenterrar la información que pueda probar la calamitosa gestión anterior. 

Es triste pensar que esa minoría de altos cargos intente eliminar el rastro de su gestión, muchas veces para ocultar secretos de Polichinela (conocidos por todos), o su propia incapacidad (conocida por todos menos por el afectado). Eso no es estrategia política, es ruindad y bribonería. 

Quizás es conveniente recordar que el secreto de sumario sólo afecta al ámbito del proceso penal y que los expedientes administrativos están sometidos a un expreso deber de conservación. Si se trata de expedientes ultimados, los mismos forman parte del patrimonio histórico español, ya que la ley 16/1985 de Patrimonio Histórico Español establece de forma tajante en su articulado que «forman parte del Patrimonio Documental los documentos de cualquier época generados, conservados o reunidos en el ejercicio de su función por cualquier organismo o entidad de carácter público». 

Y es que la historia de la Administración pública es la historia de España (y de los españoles, pues el poder público acompaña desde la cuna -Registro Civil- a la sepultura -acta de defunción-), sin olvidar que los expedientes deben conservarse para garantizar el derecho de acceso de los ciudadanos interesados y obtener copias de los documentos que los afecten. Y junto a ello, para facilitar el deber de remisión para su control por Tribunal de Cuentas o equivalente, o por la jurisdicción contencioso-administrativa. 

Eso explica la prevención del real decreto 1164/2002, de 8 de noviembre sobre documentación administrativa, cuyo artículo 3 (reproducido por la mayoría de la legislación autonómica) afirma: «En ningún caso se podrá autorizar la eliminación ni se podrá proceder a la destrucción de documentos de la Administración General del Estado o de sus Organismos públicos en tanto subsista su valor probatorio de derechos y obligaciones de las personas físicas o jurídicas o no hayan transcurrido los plazos que la legislación vigente establezca para su conservación». 

De ahí que para destruir expedientes ha de cumplirse una regulación minuciosa sobre la función de «expurgo» que, como las «voladuras controladas», supone una operación de selección de documentos que pueden destruirse o que deben conservarse que requiere la intervención de una comisión de calificación formada por especialistas y una labor tan minuciosa como transparente. 

Así y todo, en esta cuestión estamos en una etapa de tránsito. 

En primer lugar, porque los expedientes electrónicos van implantándose de forma lenta pero imparable, con lo que más que hablar de destrucción de expedientes, habría que aludir a fenómenos de «borrado» de ficheros, correos electrónicos, discos duros y técnicas similares. Diríase que hoy en día, al igual que la materia que no se crea ni se destruye, los expedientes solamente se transforman. 

En segundo lugar, porque la digitalización de expedientes está permitiendo la destrucción de los documentos originales y facilitar el almacenamiento y consulta de las actuaciones administrativas en un formato susceptible de almacenamiento hasta el infinito, así como de realizar innumerables copias de seguridad, inaccesibles al propio autor o a la oficina de gestión. 

Aunque si pensamos en términos prácticos, quizás no sea malo acometer un plan de choque para la destrucción del papel administrativo que se amontona en carpetillas y legajos, con tono amarillento y acogiendo polvo y hongos. Y es que si alguien analizase estadísticamente el número de las consultas a los archivos generales de las administraciones se quedaría pasmado al comprobar que es el parto de los montes. Se trata más bien de gigantescos cementerios de papeles cuyos difuntos reciben escasísimas visitas, y donde la fosa común se lleva el grueso de los mismos. Parafraseando al poeta Gustavo Adolfo Bécquer, diríamos: ¡Dios mío, qué solos se quedan los expedientes! 

Pero ello no autoriza, siguiendo el símil, a que los cesantes desaprensivos acudan con alevosía y nocturnidad a la trituradora de documentos, para reducirlos a tiras o partículas, como las cenizas crematorias, y que de este modo pretenden borrar su propia indignidad, olvidando que la sociedad no es estúpida y no hace falta el CSI para desenmascarar la infamia.


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