5/11/10

Las Escuelas Normales y sus docentes

     Nuestro acervo archivístico nos provee interesante material de análisis sobre el normalismo de las primeras décadas del siglo XX, sobre las peculiaridades de la sociedad local de la época, sobre las personas que poblaron las aulas quilmeñas -ya en calidad de maestros o profesores, ya en calidad de alumnos- y la difusión y proyección que tuvo su trayectoria en el quehacer regional y nacional. 
    Como hemos mencionado en otras oportunidades, no podemos desdeñar el hecho que esta Escuela Normal es la primera escuela secundaria pública entre la Capital Federal y la capital provincial (ciudad de La Plata) y que su creación es producto de la movilización de un sector de la población de la localidad, encabezada por el Inspector de Escuelas Atanasio A. Lanz, antiguo maestro del distrito. Su fundación, en 1912, es simultánea con las Normales de San Fernando y de Lomas de Zamora (esta última sobre la base de una Normal Popular preexistente).
    Compartimos a continuación fragmentos de un análisis sobre el normalismo argentino que tiene, ciertamente, muchos puntos en común con el de otros países. Consideramos que representa en varios sentidos el perfil de "nuestra" Escuela Normal y que la documentación del Archivo dará pruebas harto suficientes de este fenómeno particular de la historia de la educación nacional y de la sociedad de la época. (El subrayado en el texto nos pertenece).

  "El normalismo ocupó a lo largo de un siglo, un lugar fundamental en la formación de maestros y profesores. Con características particulares, se instaló fuertemente en el imaginario social generando amores idealizados y odios acérrimos. 
     [...]
    Las Escuelas Normales tuvieron la particularidad de no responder a la estructura, nivel académico ni status de ninguna de las instituciones existente en el sistema educativo a finales del siglo XIX. Por eso es interesante ubicarla en la estructura del sistema educativo de la época, que quedó diseñado -conciente o inconscientemente- sobre una base común (la escuela primaria) de la cual se desprendían dos sub-estructuras educativas distintas, a las que se accedía –independiente de la capacidad intelectual- por la pertenencia a determinada condición socio-económica y a determinado género.
   Por un lado, se observa una subestructura que contiene –además de la escuela primaria- instituciones orientadas a la educación secundaria, establecimientos terciarios (destinadas principalmente para varones de clase media alta) y la universidad (reservada a varones de clase social alta, cuyos objetivos eran formar la clase dirigente). Por otro lado, otra subestructura que contiene la escuela primaria y la Escuela Normal. En este contexto, la Escuela Normal se diferenciaba porque si bien respondía a la concepción populista de Sarmiento (la mayoría de su alumnado era de clase media y media-baja) no tenía como objetivo la continuidad de carreras universitarias. La diferente significación social que las instituciones de estas subestructuras tenían en el imaginario social, se veía reflejada –entre otras cosas- en el nivel de la formación académica que recibían sus alumnos. “La falta de profesores –apremiante problema que era indispensable resolver enseguida- obligo a formarlos rápidamente, sobre la base de una instrucción secundaria inferior a la de los bachilleres y una informaron pedagógica profesional.” (1)
  Coherente con esto, ambas sub estructuras se articulaban de modo particular: se observa una movilidad unilateral, fundamentada por la significación social que cada una poseía. Quienes pertenecían (como profesor o alumno) a una Escuela Secundaria o a la Universidad tenían amplias posibilidades de inclusión en las Escuelas Normales, mientras que para los estudiantes y egresados normales estaba vedada cualquier tipo de movilidad hacia la Universidad.
  Con el paso de las décadas la estructura organizativa y académica de las escuelas Normales evolucionaron hasta incorporarse a la educación terciaria. Sin embargo, es importante destacar qué aspectos de la estructura simbólica e imaginaria de estas instituciones se han cristalizado y penetrado en el imaginario social y en la estructura de las organizaciones de la educación superior no universitaria de nuestros días.
   Es interesante poder delimitar las significaciones sociales que giraban en torno al discurso de los docentes y egresados de las escuelas normales de fines del siglo XIX, así como es conveniente analizar las significaciones que se deslizan en el discurso de los pedagogos de la época respecto a los maestros y profesores normales.
Manganiello describe la generación pedagógica de 1880 como eminentemente positivista. El positivismo normalista, adquirió características definitorias con la generación de 1896. La Escuela Normal de Paraná impregnada con el positivismo de Pedro Scalabrini que difundió la doctrina positivista de Auguste Comte, las teorías evolucionistas y organicistas de Herbert Spencer y los principios evolucionistas de Charles Darwin, incorporando posteriormente, los aportes de la psicología experimental y la sociología, se destacaba por un positivismo cientificista, liberal y polemizante. Proclamaban el método experimental, aceptando como dogma la subordinación de las ciencias psíquicas a las naturales, manteniendo una postura fuertemente agnóstica, y adherían a las tendencias individualistas del liberalismo inglés, renegando de lo nacional con una fuerte tendencia europizante.
En relación al positivismo aplicado al pensamiento pedagógico, centraba su preocupación en los aspectos psicológicos, biológicos y metodológicos, desatendiendo los fines y objetivos de la educación.
En la generación pedagógica de 1896 se acentuó la posición fuertemente cientificista que impregnaba todas las actividades culturales: filosóficas, sociológicas, psicológicas, pedagógicas, etc., estimulando poderosamente el desarrollo científico.
El discurso positivista generó una corriente de pensamiento crítica que en un principio se definió más por su oposición a él que por sus cualidades propias. El antipositivismo encontró en algunas instituciones educativas el marco donde desarrollarse, pero sería recién en la década del ‘30 cuando comenzó a tomar protagonismo en los discursos pedagógicos oficiales. Aún así, las escuelas normales siguieron fieles a su espíritu positivista, por lo que los cambios que se vieron forzados a realizar para adecuarse a los nuevos tiempos sólo fueron superficiales y no estructurales.
A partir del contexto ideológico que establecía el discurso pedagógico de la época, se pueden descubrir algunas significaciones sociales que se desprenden del mismo.
[...] 
El espíritu del Reglamento para la Escuela Normal de Maestros de la Provincia de Buenos Aires, era compatible con los reglamentos de las escuelas normales del resto del país, por lo que se lo puede considerar representativo del discurso legal de la época. A partir de esta normativa, se analizarán las significaciones imaginarias que atraviesan estos discursos legales.
En primer lugar se aprecia que en el imaginario social los egresados de estas instituciones ocupaban un lugar significativo. Esta valoración se ponía de manifiesto en el reconocimiento explícito de éstos en la legislación de la época, en la que se resguardaba su fuente de trabajo. (Ley 1420, art. 25 Art. 25. ”Los diplomas de maestros de la enseñanza primaria, en cualquiera de sus grados, serán expedidos por las Escuelas Normales de la Nación o de las provincias...” y el art. 26 en que se explicita que únicamente podían ejercer particulares en el caso que no existieran docentes titulados, previo examen académico y físico.)
En segundo lugar, se observa que las Escuelas Normales reproducían en su interior la estructura piramidal propia del sistema educativo en que estaban insertas. En consecuencia, su autonomía institucional, vinculada al poder de decisión respecto al ingreso y egreso de sus miembros (directivos, docentes, alumnos), sanciones, otorgamiento de becas, etc. estaba limitada por las estructuras superiores del sistema educativo.
Esta limitación tiene su fundamento en el espíritu positivista de la época que impregnaba también la legislación educativa, patentizando el intento desmesurado de controlar metódicamente todas las variables intervinientes en cada acto social. Es por ello que en el reglamento se explicita la conducta esperada por los distintos miembros, dentro y fuera de la Escuela Normal, poniendo en evidencia el ejercicio de un poder autocrático que se reproducía en los distintos estamentos de la pirámide jerárquica. “Insubordinación”, “detención”, “detenidos”, “estricta obediencia”, “subordinación” son algunos significantes presentes en el reglamento, que dan cuenta de un orden dictatorial que reducía dramáticamente los grados de libertad de pensamiento y acción de todos los integrantes de la misma. Por otro lado descubre la concepción de sujeto y de institución que prevalece y el lugar que ocupa la articulación de ambas en el imaginario social. “Civilización y barbarie” son significantes que ponen en evidencia cómo en el imaginario social de la época, un individuo que no ha sido atravesado –en cuerpo y alma- por determinadas instituciones “oficiales” es un cachorro humano, un salvaje al que hay que controlar y civilizar. Estas instituciones representaban los valores de la civilización (o más bien, los valores de una elite dirigente), lo instituido que se defendía a ultranza y debía ser aceptado e internalizado por los sujetos para ser considerados parte del mundo civilizado.
 En tercer lugar, se observa que con el fin de favorecer los estudios del magisterio y garantizar el ingreso de alumnos de distintos sectores sociales, el Estado instituyó becas para los estudiantes de menos recursos que tuvieran un buen rendimiento académico. En estos documentos se observa que se tomaba como criterio para categorizar a los alumnos, el grado de dependencia económica de éstos con la institución. “En los cursos normales y preparatorios habrá tres clases de alumnos: los becados, los no-becados, los aspirantes”. El Reglamento alude en forma discriminada y discriminatoria a los alumnos becados de los que aspiran a serlo, en distintos aspectos de la vida institucional (ingreso, egreso, obligaciones y sanciones). Esta concepción puede tener distintas implicancias, coherentes con una ideología positivista, en tanto garantiza una población cautiva a la que no sólo se le podía controlar el presente, sino también el futuro. Una población que verá coartada su posibilidad de cuestionar lo instituido, por la amenaza explicita de perder su lugar en la institución y –según el imaginario de la época- “su inclusión en el mundo civilizado de la escuela”.
En cuarto lugar, se advierte que la Escuela Normal y la Escuela de Aplicación, fueron concebidas y funcionaban como una estructura cerrada. Ambas satisfacían sus necesidades institucionales (la formación de los postulantes, las prácticas docentes, etc.) en el interior de esa estructura, siendo limitados sus contactos con otros tipos de instituciones.
En un primer análisis de esta situación se coincide con Zanotti cuando afirma que este tipo de estructura contribuyó al fortalecimiento de la identidad institucional de sus miembros –alumnos, egresados, profesores- propiciando que éstos asumieran respecto a la Escuela Normal una “postura emotiva” característica de los normalistas. Él llama “postura emotiva” a una particular ligazón emocional que se fortalecía en dos aspectos imposible de darse en otros establecimientos. Por un lado, las escuelas normales constituyeron en nuestro país uno de los pocos casos de establecimientos educacionales con tradición propia, tradición que se manifestaba a través de un conjunto de detalles –estilo, cuerpo docente, himno, etc.– que le otorgaban un calor afectivo de singular fuerza. A esto se sumaba el hecho de que muchos de sus alumnos cursaban en la misma escuela desde el primer grado elemental hasta el último año del curso del magisterio. Este fenómeno era, por el contrario, poco común en la Argentina –con excepción de los colegios de colectividades extranjeras o de algunos religiosos- y sólo se manifestaba con intensidad en el caso de las Escuelas Normales.
Más allá de lo expuesto, un análisis más profundo nos lleva a pensar que en este tipo de organización se propiciaban funcionamientos endogámicos y se acentuaban aspectos narcisísticos de todos los miembros de la institución. Este era el punto inicial que permitía la consolidación de una fuerte identidad institucional de los “normalistas” y esa “pedantería” que todos los autores reconocían en ellos. Esto se percibía también en un funcionamiento institucional fuertemente narcisista que escindía la realidad, colocando todo lo bueno y valioso en el interior de la institución y lo malo afuera.
En este contexto -propicio para el despliegue del discurso amo la enseñanza y el aprendizaje se ritualizaba, se cristalizaban los métodos de enseñar y los modos de aprender. La creatividad y la autoría de pensamiento quedaban coartadas porque proponer algo nuevo, pensar distinto, criticar era vivido como una traición a la institución.
[...]

Las normalistas

Distintas investigaciones (Zanotti, 1960, Dussel Inés (1995), Puiggrós (1992), Sarlo (1998) afirman que el 70% de la población de estas instituciones estaba compuesta por mujeres de clase media y media baja. Niñas de la sociedad tradicional, que ostentaban los más prestigiosos apellidos, y humildes niñas de origen obrero o hijas de inmigrantes, se confundieron en las aulas de las escuelas normales. Por décadas, ser “maestra” fue considerada una profesión decorosa y la única que se admitió para la mujer sin que incidiera negativamente en el prestigio social de la misma.
Finalmente, en el imaginario social la profesión magisterial se asoció fuertemente a una supuesta satisfacción de “vocaciones femeninas” del orden de lo maternal.
Todo esto determinó que la mujer se volcara decididamente a la Escuela Normal, lo cual produjo consecuencias insospechadas. El normalismo se convirtió, de esta manera, en la puerta de entrada de la mujer en la enseñanza secundaria. Hasta la década del ‘30 la única carrera “aceptable” para una mujer era, en general, el magisterio. Gracias a esto, la mujer argentina prosiguió estudios secundarios en un número mucho más alto que el que hubieran determinado los clásicos colegios secundarios.
   Los “hidalgos pobres de provincia”, los hijos de los inmigrantes y la mujer, tuvieron un denominador común: la fe en el progreso personal por obra y gracia de la escuela. Todos creyeron –ellos directamente o sus padres– que por obra del estudio, en la Escuela Normal en este caso, progresarían económica, social y culturalmente. Había en ellos, consciente o no, una coincidencia plena con los caracteres que dieron origen al Normalismo: fe en el progreso, fe en el uso de la razón, fe en la ilustración como motor esencial de hombres y pueblos.
[...] la Escuela Normal –a principios de siglo XX- tuvo un rol fundamental. Inmersa en los principios del normalismo, ofrecía a sus alumnos, una cultura fuertemente nacionalista. Al egresar como maestros o profesores normales tenían la misión de trasmitirla para lograr tanto la endoculturación de los hijos de los inmigrantes, así como de las generaciones de argentinos del interior del país en los que predominaba la identificación con los ideales de los caudillos locales, identificación que tenía más fuerza que el ideal de nación. Este proceso de endoculturación debía devenir en la consolidación de la identidad nacional.
Un maestro debía, antes que nada, conocer los valores y los contenidos específicos que la escuela quería inculcar. Es decir, el conjunto de conocimientos y habilidades para garantizar un mínimo de calidad y homogeneidad en los contenidos y en la actividad escolar.
Para que esto fuera posible, los alumnos de las escuelas normales iniciaban un proceso de internalización de valores -a veces contradictorios- que la institución consideraba importantes.
  Desde esta perspectiva, los maestros egresaban absolutamente compenetrados de la importancia del método positivista para el abordaje de los contenidos científicos, así como para la aplicación de la didáctica o metodología de la enseñanza, el higienismo como forma de prevención de enfermedades mediante la higiene del cuerpo y la alimentación saludable y austera y los principios que el poder político imponían desde la legislación vigente: educación publica, laica, democrática, gratuita, obligatoria y autoritaria.
      [...]
La internalización de los valores impuestos desde el normalismo era coherente con una de las funciones básicas de los egresados: ser agentes civilizadores. Como tales debían difundir los valores que el imaginario imperante consideraba valiosos y que a su vez eran funcionales para el poder. Esta función devela sin tapujos la fuerte valoración peyorativa que se deslizaba en el discurso político pedagógico oficial respecto a todo aquello que no diera cuenta de una relación especular con los valores instituidos y con los modos de ser y hacer prescriptos.
[...]
En relación a esto, Enriquez establece que toda institución instala una cierta manera de vivir en ella, una armazón estructural que cristaliza en determinada cultura (atribución de lugares, expectativas de rol, conductas estereotipadas, costumbres de pensamiento y acción rituales), que tienden a facilitar la edificación de una obra colectiva.
En las Escuelas Normales esto se evidenciaba en su sólida estructura jerárquica, que permitía una movilidad selectiva según el género (las mujeres ascendían como máximo hasta el cargo de directoras de escuela, mientras que los hombres ocupaban cargos de inspectores y funcionarios ministeriales desde el cual ejercían el poder y el control). También en la minuciosa descripción y control estricto de las expectativas de rol de los inspectores, maestros, profesores y alumnos, en el bagaje de conductas estereotipadas que se evidenciaban tanto en las actividades de enseñanza, como en otro tipo de actividades escolares, por ejemplo los actos patrios, que generalmente tomaban el carácter de rituales, por su excesivo protocolo.
[...]
La identidad institucional de la Escuela Normal, sin lugar a dudas, se consolidó fuertemente teniendo plena vigencia en el imaginario social durante casi 100 años. Sus estudiantes y egresados evidenciaban un fuerte sentimiento de pertenencia que los llevaba a autodenominarse con orgulloso “normalistas”, para dejar sentado que eran parte de esa elite que garantizaba un mejor posicionamiento social, económico y cultural (siempre dentro de los límites de la clase media). A su egreso, ese mismo sentimiento, entre otros factores, los llevaba a querer reingresar a la institución en calidad de profesores."

(1) Solari, M. (1995): Historia de la Educación Argentina. Bs. As: Ed. Piados Educador. Pág. 221

Fuente:  Leoz, Gladis: "Cien años de normalismo en el imaginario social argentino". Consultado en:
http://www.hermes.ifdcsanluis.edu.ar/article.php3?id_article=17

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